“El Perú se ha vuelto una verdadera chingana” —dijo José de San Martín alguna vez. Lo sigue siendo y así seguirá, porque así se quiere que sea.
El Perú se limita a ser una administración geográfica. Nunca fue una nación ni lo será. Desde sus orígenes no es más que un campo de batalla por intereses.
Se vuelven a enfrentar dos bandos, dos ideologías, dos agendas, que tienen cualquier cosa como motivación menos a las personas. Mueren individuos por causas insulsas, enajenados de la realidad, embriagados por el corto plazo.
¿Alguien tiene la culpa? Pues sí que alguien la tiene, pero de hecho no son los caudillos y mercenarios circunstanciales a los que la ciudadanía entregó el país. Oh, ¿creo que ya tenemos al culpable, verdad? Qué pena que no lo podamos lapidar, pues el Perú se quedaría sin población.
Eventualmente la ira de la multitud será aplacada, ya sea con pan y circo o mandando a algún chivo expiatorio a la hoguera. Los engranajes tienen que seguir girando. Y así continuará el ciclo ad nauseam. Pero no se puede vomitar para siempre.